sábado, 8 de noviembre de 2014

La Mascota

No era más grande que un grano de mostaza, parduzco y lanosito. Lo ví mientras curioseaba en una tienda de mascotas, sobre un mostrador, cerca de una jaula donde unos pequineses gimoteaban. Creí que era una pulga y estuve a punto de alejarme, pero algo me impulsó a mirarlo de cerca. Lo tomé con cuidado en mi mano, sentí que un suave calorcito se desprendía de su cuerpo, entonces decidí que sería mío; sin mirar hacia atrás, me alejé inmediatamente, temiendo que alguien lo reclamara.
Llegando a casa improvisé una cuna, empecé a dar vueltas por la cocina sin saber qué darle de comer, parecía tan indefenso. Intenté darle leche, azúcar, pan, agua, fruta pero nada le gustaba, hasta que se me ocurrió ofrecerle carne cruda, se pegó al bistec como un perrito a la mama y no lo soltó hasta que lo arranqué de ahí cinco centímetros más grande. Me asusté ¿a quién alimentaba? Se quedó dormido por varios días, lo vigilaba sin descanso, no quería dejarlo solo ni para ir al baño ¿y si se escapaba? Tuve que meterlo en un frasco grande con agujeritos en la tapa.
Por fin despertó. Sus grandes ojos marrón proyectaban una tristeza infinita, no quería cejar y le ofrecí otra vez cualquier cosa, menos carne, pero no comía, sólo me miraba y parecía que en cualquier momento se echaría a llorar. Contra mi voluntad tuve que ceder, le dí sólo un trocito pequeño del manjar tan deseado. Otra vez se avorazó sobre él, se lo acabó y pidío más. No aguantaba esa mirada. Al final había crecido otros cinco centímetros. ¿Qué hacer?
Cambió totalmente mi vida, no podía encontrar un minuto de tranquilidad, pensando y pensando qué diablos hacer. Era cada vez más grande y hermoso. Su piel, como pelusa, despedía brillos iridiscentes con la luz del sol, me transmitía serenidad solo cuando lo tenía en las manos. Había conseguido una jaula enorme pero no me satisfacía tenerlo en ese lugar. Cada vez estaba más hambriento y yo más desesperada. Pedí un milagro.
Ayer, por la noche, lo ví por última vez. Sus ojos desprendían un fulgor agradable, había desaparecido la tristeza de su mirada y cuando lo saqué de la jaula se acurrucó en mi pecho mientras emitía un leve susurro. Me dormí.
Hoy, al despertar, ya no estaba ahí. Me sentí desolada, débil, en mi pecho percibí manchas de sangre. Sobre el fondo de la jaula resplandecían cientos de puntitos parduzcos y lanositos.

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